Para alguien acostumbrado a visitar las obras desde fuera, o desde detrás del escenario sin encarnar las obras como lo hacen los actores, resulta muy difícil poner palabras a El Público. Hay algo que me supera en todos los sentidos y que supera toda mi capacidad de expresión. Adentrarse en “El público” es, ha sido y será un auténtico privilegio, un reto constante y un desafío para toda la vida. Un aprendizaje, una iniciación, una escalada infinita, una obra que no para de darte, de darte, de darte…
Al principio del trabajo, sentí que los que nos hablaban de la obra “El público” la veían como una obra críptica, incomprensible, inconclusa, incompleta y que resaltaba la parte más surrealista del poeta. A ojos de la crítica literaria y dramaturgica y salvando el estudio de Rafael Martínez Nadal, parecía que la obra había pasado a la Historia del Teatro Español como una paja mental de una poesía sin teatro y de un teatro al que solo le salvaba su formalidad poética, es decir, vista entre las obras de Lorca, se la retrataba como una obra menor que adolecía de un acabamiento riguroso y de una estructura clara. Vamos, que no se entendía nada. Parecía que a Lorca no le hubiera dado tiempo a madurarla entre el 28 y el 36 y se daba como seguro que se hubiera perdido algún trozo en el camino o una versión más fidedigna a la altura de la figura del Poeta.
Esta sensación contrastaba sin embargo con el encuentro fugaz que tuve con Rafael Martínez Nadal en la Fundación Olivar de Castillejo cuando fuimos a verle con los artistas Azufre, Cristo y Jeannine Mestre en el año 2001. En aquella ocasión, y sin apenas conocernos, empezó a contarnos una parte de la historia de su vida, que es tal vez uno de los momentos más trágicos de la Dramaturgia española del siglo XX. En su relato, Nadal nos contó con detalles, los últimos días de Lorca en su casa en Madrid, en 1936, antes de su fatídico viaje a Granada, cuando Federico le hizo entrega del manuscrito de “El público” pidiéndole que lo destruyera “si le pasaba algo”. Yo me llevé un shock tremendo porque por primera vez en mi vida tuve la suerte de ver la Historia contada en vivo por sus vivos y no escrita en un libro de texto, contada además por personas que no lo hubieran vivido. Nadal resumía en pocas palabras el peso enorme de un legado inmenso al que parecía que sus estudios durante 65 años y su exilio forzado, no le hubieran hecho justicia. Parecía como si “El público” fuera un tesoro que le quemara las manos, como si fuera el proyecto de una gran Catedral que hubiera que empezar a construir ya, antes de que se le acabara el tiempo. En aquel momento, creo que a Nadal le urgía materializar sus intuiciones y confiaba en que Azufre y Cristo podrían ser dos artistas capaces de encarnar la poesía de El público en toda su dimensión, como una obra magna del Teatro en Europa. Y no le faltaba razón, pero el cáncer quiso llevarse por delante a Azufre al poco tiempo y a Nadal se le termino también el aliento antes de poder ver algo concretado. Aquel encuentro fugaz me hizo sentirme partícipe y responsable respecto de “El Público”, de la Historia del Teatro en España y de un legado cultural sobre el que hay que trabajar mucho para poder redimir algo. Responsable para siempre, haga lo que haga. Si bien, como ya he dicho no me siento capaz de abarcar la obra ni intelectual ni sensitivamente, creo que hay que empezar a caminar con ella hacia el infinito, para dejarnos transformar por la obra y por aquellos que puedan ayudarnos a digerirla. En cualquier caso, agradezco profundamente y sin límites a mis maestros de entonces, Azufre y Cristo, porque pudimos vivir y compartir esa semilla que se ha sembrado en el tiempo y a Nadal por habernos transmitido con tanta humildad, pasión, elegancia y entereza el mensaje, para que éste traspase a su vez, la frontera del espacio y del tiempo y tal vez resuene ahora cómo el soñaba esta obra. En realidad, me parece que Nadal buscaba el aliento de Hugo Pérez.
Creo que si García Lorca hubiera sido contemporáneo de Hugo Pérez, no me cabe duda que lo hubiera elegido para dirigir su obra e interpretarla, como también se hubiera elegido a si mismo. No conozco alma más lorquiana que la de Hugo, ni alma más “Hugoniana” que la de Lorca. Tanto que asusta, impresiona e impulsa trabajar a su lado. Es un desafío constante. Conmueve ver cómo hace fácil lo imposible. En los vórtices, en los cambios, en las transformaciones, y en las esquinas de cada geometría te sientes capaz y seguro, y diluye tus miedos sin esfuerzo. Sabes sin saber que cuando abre un camino el sentido profundo de lo que desconoces ya corre por sus venas, a todo trapo. Su profundo sentido del ritmo te lleva en volandas para saber cual es el momento justo o cuando hay que esperar. Su cerebro va a una velocidad endiablada pero sus gestos se fraguan en el tiempo de la cocción lenta. Te da el sentido de tus errores, sin necesidad de decir nada. Y lo sabe, y ves que ve lo que tú no ves y que su mirada es la del torero que conoce la lidia, llevándote a la salida de cada laberinto. Y torea donde nadie quiere o puede hacerlo. Y redime a los muertos en su canto a los vivos.
Y es que El público es una montaña infinita de laberintos internos, estructurados como túneles y conductos del cerebro, dónde las fronteras de cada hemisferio o lóbulo no son más que una máscara que está dentro de todos los seres humanos. Hugo es como la reina abeja, que conoce la arquitectura de la montaña de los laberintos como si la hubiera proyectado y luego la hubiera olvidado para volver a ser Humano. Y en eso se parece también mucho a Lorca. Su hacer con la obra no es mágico, porque esta ligado a una humanidad tremenda, que lo arrastra por el suelo sin aviso, que lo cubre de lodo y estiércol y en cada paso cobra la torpeza de un recién nacido, la ligereza de un bailarín y la grandeza de un viejo sabio. Para convertir el estiércol en belleza. Para renovar su aliento y de todos los que alientan en contagio universal. En escena realiza un combate sin pretensiones por estar vivo, por vivir la fiesta de su vida. Y no hace magia, pero a veces lo parece. Preña el misterio de una energía naciente, de un rezo pequeño y humilde que no sabes ni de dónde viene ni a dónde va. Con un lenguaje asequible, con un paso determinado, camina hacia lo sublime como quién va a comprar el pan. Y, si te dejas, puedes dar un pequeño paso para saltar al vacío con él. Un vacío dónde tocan ángeles. Te sueña en la obra como si viera toda tu esencia y sabe limpiar sin estridencias ni pretensiones tu ruido de la música, tu gesto esencial de las máscaras de tus miedos. Conoce perfectamente lo que separa el rito transformador del espectáculo obsceno que perpetua la imagen estática del Hombre hecho a su imagen y semejanza.
En El público ha sabido crear una dramaturgia que bebe del mismo espíritu de libertad con la que la obra fue concebida. Y sabe que la podría reescribir de infinitas formas. Reescribe el poema como un Poeta, como un Filosofo, como un Autor, como un Hombre, como el Hombre Uno. Un acto de amor en una polifonía de voces que habitan otros tiempos y otros espacios. Es un artista, un creador que ve en la niebla, en la oscuridad y en dónde nadie cree en nada. Allí redime a vivos y muertos, a nacidos y aquellos que todavía no lo han hecho. Preña la fe de amor y el amor de una fe bordada en la Cultura Milenaria Española. Cultura heredera de una civilización antigua y matriarcal. Cultura a la que le quedan muy pocos guardianes y contados actos de cultivo que posibiliten su renacimiento. Y éste es un renacer con mayúsculas.
Así que un día de primavera del año 2008, me llama Hugo Pérez y me dice que quiere montar conmigo El público para estrenarla en otoño. Yo que debería haberle dicho que no podía hacerlo, que era imposible, le dije que sí. Porque no podía ser de otro modo. Sé que es una decisión fundamental en mi vida. Sé que ha cambiado y seguirá cambiando mi vida. Sé que hay que seguir creándola sin cesar. Alentándola sin cesar.
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Carlos Laredo.
martes, 20 de abril de 2010
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